martes, noviembre 06, 2007

HIJOS HOY?

Uno de los fenómenos más visibles en las sociedades tardomodernas es la disminución de la natalidad y la significativa reducción del número de hijos por pareja. Se pueden esgrimir muchas razones para explicar tal fenómeno, razones de tipo laboral, social, político, económico, pero también de índole axiológico.

Se ha transformado significativamente la pirámide tradicional de valores y el tener hijos ya no se interpreta como una bendición de Dios, sino más bien como una carga económica que, además de acarrear mucho gasto, limita significativamente el campo de desarrollo del ego.

En la cultura del yo, los hijos son casi un estorbo, un obstáculo a la plena realización del proyecto individual. Se ha separado abismalmente la dimensión sexual de la dimensión procreadora y el hijo ya no es el resultado del acto íntimo, sino la resultante de un cálculo de oportunidades.

Por ello, no es de extrañar que en las sociedades líquidas, se haya transformado significativamente el ejercicio y el sentido de la paternidad y se retrase cuanto más tiempo sea posible la llegada de los hijos. Antes de que lleguen, se pretende haber vivido mucho, porque la llegada de los pequeños se interpreta como una suerte de condena que, además, no tiene fecha de vencimiento.

En efecto, cuando uno asume la paternidad, no puede dar marcha atrás, ni desentenderse de tal vínculo. El ser padre sella el futuro personal. Cuando uno asume tal condición, será, para siempre más, padre y esta posibilidad aterra al sujeto líquido, pues no tiene reversibilidad alguna.

En términos puramente económicos, tener hijos no es rentable. Lo habría podido ser en otro tiempo, cuando los hijos colaboraban en las tareas domésticas, en el trabajo del campo, o en la tienda familiar, pero en las sociedades líquidas, los hijos sólo acarrean gastos que, además, crecen exponencialmente con la edad. Eso significa que, si el único criterio para llevar a cabo tal decisión se mueve dentro de los parámetros económicos, no hay futuro para las sociedades líquidas.

Aunque las políticas familiares fueran más generosas de lo que son en muchos países y se premiara el tener hijos; aún así, no compensaría la reducción de libertad individual que conlleva, ni los beneficios de la compra de determinados bienes de consumo.

En un mundo como el nuestro, que ya no es capaz de ofrecer caminos profesionales confiables ni empleos fijos, con gente que salta de un proyecto a otro y se gana la vida a medida que va cambiando, firmar una hipoteca con cuotas de valor desconocido y a perpetuidad implica exponerse a un nivel de riesgo atípicamente elevado a una prolífica fuente de miedos y ansiedades.

Uno tiende a pensarlo dos veces antes de firmar, y cuanto más se piensa, más evidentes se hacen los riesgos que implica, y no hay deliberación interna ni indagación espiritual que logre disipar esa sombra de duda que está condenada a contaminar cualquier alegría futura.

Algunos retrasan el ejercicio de la paternidad más allá de los cuarenta, después de haber realizado algunos sueños que sólo pueden llevarse a cabo sin la mochila de la prole.

Algunas mujeres optan por tener hijos después de la menstruación, a través de la fecundación artificial. Las biotecnologías abren la posibilidad a una maternidad a la carta, compatible con los intereses personales y las expectativas profesionales.

Armar una familiar es, para el ciudadano líquido, como arrojarse de cabeza en aguas inexploradas de profundidad impredecible. Tener que renunciar o posponer otros seductores placeres consumibles de un atractivo aún no experimentado, un sacrificio en franca contradicción con los hábitos de un prudente consumidor, no es su única consecuencia posible.

En nuestros tiempos, tener hijos es una decisión, y no un accidente, circunstancia que suma ansiedad a la situación. Tener o no tener hijos es probablemente la decisión con más consecuencias y de mayor alcance que pueda existir, y por lo tanto es la decisión más estresante y generadora de tensiones a la que uno pueda enfrentarse en el transcurso de su vida.

Muchos prefieren no tener hijos a tener que delegar totalmente su educación y su cuidado a otras personas por la imposible conciliación con la vida profesional. Otros no están dispuestos a asumir el sacrificio, la abnegación y la moral de la renuncia que conlleva, necesariamente, el tener hijos.

Estos valores son incompatibles con la moralidad líquida de nuestras sociedades occidentales. Desde el cinismo postmoderno, casi se considera una estupidez tener más de un hijo, se imputa a un error de cálculo. Los padres de familia numerosa casi tienen que justificarse, porque se sienten fiscalizados por sus coetáneos.

En lugar de causar admiración, la opción por tener más hijos de la regla normal, se interpreta como un modo de amargarse la vida, como una especie de masoquismo, que resulta un completo absurdo desde la moral líquida.

Tener hijos implica sopesar el bienestar de otro, más débil y dependiente, implica ir en contra de la propia comodidad. Significa hacerse cargo del otro, apropiarse hondamente del valor de la responsabilidad y dejar de vivir para uno mismo, para empezar a vivir por los otros, más aún, a desvivirse por los otros.

Tener hijos es, inevitablemente, hacerse mayor, llegar a la etapa de la madurez, salir, definitivamente, del codiciado estado de la juventud. Sin la lógica del don no puede ejercerse correctamente la paternidad, pues si uno no está dispuesto a dar lo que tiene, lo que gana y lo que es, a sus hijos, no puede desarrollar correctamente el oficio de la paternidad.

Cuando uno asume la paternidad, se percata que la autonomía de sus propias referencias se ve comprometida una y otra vez, año tras año, diariamente. Tener hijos significa, muy habitualmente, tener que reducir las ambiciones profesionales, ya que los encargados de juzgar el rendimiento profesional mirarán con recelo el menor signo de lealtades divididas.

Lo que es más doloroso para el ciudadano líquido es que tener hijos implica aceptar esa dependencia de lealtades divididas por un período de tiempo indefinido, y comprometerse irrevocablemente y con final abierto, un tipo de obligación que va en contra del germen mismo de la moderna política de vida líquida y que la mayoría de las personas evitan celosamente en todo otro aspecto de sus vidas.

Despertar a ese compromiso es una experiencia traumática.

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