martes, mayo 09, 2006

EDUCACION

Como han demostrado las técnicas más avanzadas, la educación del niño
comienza incluso antes de su nacimiento. Ya en el útero percibe y resulta
influido por los estados de ánimo de la madre: sobre todo por el cariño con
que lo acoge o, si fuera el caso, por la ansiedad o incluso el rechazo que
su gestación provoca. En consecuencia, los meses que vive en el seno materno
son bastante decisivos para el despliegue de su carácter y personalidad.

Y, como insinuaba, lo que marca «la diferencia» es la serenidad y el gozo de
la madre, influidos a su vez, y en ocasiones determinados, por la actitud
del padre hacia su futuro hijo y por la delicadeza y el mimo con que trata a
su esposa: los detalles de cariño más allá de lo habitual; el esfuerzo con
que facilita su reposo, supliéndola si es preciso en tareas que de ordinario
realiza ella; la comprensión y el apoyo incondicional ante las
preocupaciones que, sobre todo las primeras veces, provoca el embarazo; los
ratos tranquilos de reposada conversación e intercambio de opiniones; los
«sueños» y «novelas» que forjan sobre el hijo que va a venir...

* Llantos y rabietas

Hacia los nueve meses de haber sido procreado, una vez que ve la luz del
mundo, conviene prevenirse ante un miedo excesivo a que el niño llore; no es
necesario cogerlo inmediatamente en brazos y acunarlo. El llanto es parte de
su lenguaje y hay que aprender a interpretarlo a tenor de las
circunstancias. Puede tratarse de malestar, hambre o de incomodidad; pero
también de impaciencia, de melancolía, de rabia o de capricho.

En este caso, aun cuando resulte muy difícil de aplicar, está vigente de un
modo especialísimo la que puede considerarse como primera y más fundamental
norma de toda educación: el bien del hijo es mucho más importante y debe ser
tenido más en cuenta que el nuestro: que nuestra tranquilidad, que nuestra
«buena conciencia», que la sensación de «estarlo haciendo bien» y poniendo
todos los medios a nuestro alcance, que el hecho de evitarnos un mal rato...

Aplicado al caso concreto que acabo de mencionar, y con la prudencia que la
situación exige, el «saber aguantar» durante algunos días el llanto del
chiquillo, aunque sintamos que se nos parte el corazón, puede constituir uno
de los bienes de más calibre que le otorgamos en esos primeros años:

a) porque el pequeño, al advertir -¡y lo advierte, aunque nos resulte
difícil de creer!- que los padres no los toman en cuenta cuando no tienen un
motivo justificado, eliminará esos lloros... saliendo él mismo a corto plazo
beneficiado; y

b) porque los padres, liberados de las tensiones que esa excesiva atención
genera, mantendrán la imprescindible y reconfortante calma y estarán más
descansados y en mejores condiciones de transmitir al recién nacido esa
misma tranquilidad y de atenderlo con paz y eficacia cuando verdaderamente
lo requiera.

* Dejarle hacer... y crecer

A medida que se va abriendo al mundo, el niño experimenta una apremiante
necesidad de moverse, de probar, de explorar, de comunicar. Esto reclama de
los padres no poca paciencia. Sin duda, para la madre, es más cómodo y menos
«arriesgado» darle de comer, lavarlo, vestirlo...; pero entonces, en lugar
de desarrollar el espíritu de iniciativa y la autonomía del pequeño,
disminuye su autoestima, favorece su pereza, e incluso puede provocar la
denominada oposición negativa: irritación, agresividad, o bien inseguridad,
abulia, rechazo a crecer...: el niño está recibiendo el mensaje de que «no
es capaz» de realizar unas acciones que realmente sí puede -¡y debe!- llevar
a cabo por sí mismo.

En definitiva, los educadores han de saber adaptarse un tanto para que
florezcan en el niño el gusto y la alegría de sentirse activo y útil. Lo
cual constituye otro de los principios más radicales de la educación...
también muy difícil de poner por obra, y que cabría enunciar así: lo que la
persona que intentamos formar pueda hacer por sus propios medios, debemos
permitir (o incluso exigir) que lo realice... aun cuando eso lleve consigo
una cierta zozobra por nuestra parte, ante la inseguridad del resultado o
incluso el descalabro que pueda originar; una aparente pérdida de tiempo,
puesto que nosotros lo haríamos antes y mejor; un mayor esfuerzo, ya que
resulta mucho más penoso -¡pero también más formativo!- enseñar a realizar
algo («hacer hacer») que efectuarlo uno mismo, etc.

Solo ofreciendo «oportunidades de desarrollo» ponemos a nuestros hijos en
condiciones de que efectivamente crezcan... y experimenten el sano orgullo
de que no «están de sobra», sino que tienen una función en este mundo.

* Para superar el egoísmo

Es también tarea de los padres ayudar al niño a ir saliendo de su natural
egocentrismo. A veces deberán soportar sus insistentes peticiones y retrasar
el cumplimiento de lo que desee. De lo contrario, si ceden de inmediato a
sus caprichos lo estarán preparando para una «insatisfacción crónica» de por
vida.

Hoy en día no es infrecuente que los padres, muy ocupados por otros
menesteres, «sustituyan» la atención personal a sus hijos por regalos y
concesiones, anticipándose incluso a que ellos los soliciten. De esta
suerte, en lugar de transmitirles la convicción de que son unos
privilegiados y deben estar agradecidos porque, además de la vida, han
recibido y reciben de continuo y gratuitamente muchos bienes de los que
otros tantos niños carecen, creamos en ellos el convencimiento de que
«tienen derecho a todo».

Y, así, no solo los transformamos en unos déspotas o pequeños tiranos, sino
que cuando, con el correr del tiempo, les sean negados justamente
privilegios o beneficios que en realidad no merecen, se sentirán
tremendamente frustrados e incluso albergarán una especie de resentimiento
universal ante esa sociedad que les niega sus «derechos». ¡Y no digamos nada
si llegan a ser objeto de alguna auténtica injusticia...!

Otorgar al niño cuando es pequeño todos sus antojos, no enseñarle a privarse
incluso de lo que a veces le es necesario, equivale a destinarlo a un futuro
de continuo desengaño, de infelicidad e incluso de depresión inducida.

* Fomentar su justa independencia

En los primeros años, la relación madre-hijo es un idilio de ternura,
absolutamente imprescindible también para el bebé. Son ya muchos los
experimentos que prueban que los niños que crecen al amparo de sus madres,
incluso en situaciones límite como podría ser una prisión, se desarrollan
mejor desde el punto de vista físico y psíquico que aquellos otros atendidos
por especialistas en las mejores condiciones materiales... pero privados del
calor y la ternura que solo una madre puede aportar.

Sin embargo, a medida que el niño crece también la relación debe cambiar:
con el paso del tiempo la madre ha de modular su insaciable deseo de mimos,
besos y caricias... y nunca, si se diera el caso, intentar sustituir las
injustísimas desatenciones de un marido rutinario y apoltronado por las del
hijo: el amor a este solo puede ejercer plenamente sus funciones
beneficiosas cuando es el resultado y la prolongación del que los padres se
tienen entre sí.

Por otro lado, si no sabe controlarse, la madre puede hacer que más tarde
sus hijos se sientan insuficientemente queridos, pues las carantoñas que de
críos les satisfacían ahora les resultan incluso molestas. Y que desarrollen
a su respecto una actitud ambigua, pero siempre negativa:

a) por un lado, no son capaces de separarse de ella y valerse por sí mismos;
y

b) , por otro, al percibir que le resultan indispensables, la tiranizan y la
maltratan.

2. Los primeros años de escuela

«Ya voy a la guardería»

La entrada en el colegio o la guardería puede representar un momento
delicado en la vida del niño y repercutir sobre el futuro rendimiento
escolar. No es raro que los padres vivan el comienzo de las clases del chico
con ilusionada satisfacción, como el inicio de una gran carrera (y a veces
como una «liberación» de los cuidados del niño, que les roba parte de su
tiempo). Pero el chiquillo tal vez la vivencie como la salida de su
incontrastado reino infantil. La consecuencia puede ser un rechazo claro e
inconsciente, que en ocasiones se manifiesta en aparente retraso o en
concretas incapacidades escolares.

Los padres han de saber conjugar con prudencia el incremento de las
atenciones al chico, que en ningún caso debe sentir que ha sido abandonado,
y la fortaleza para hacerle comprender que inicia una nueva etapa y para que
la viva con todas sus consecuencias, evitando las concesiones indulgentes
(«hoy hace frío, mejor que no vayas a la escuela», «la profesora no te trata
bien», «tus compañeros son malos»...), que nacen de una malentendida
compasión y ningún bien originan al chiquillo.

* Compartir sus experiencias

En cualquier caso, es oportuno hablar a los niños del colegio o del jardín
de infancia antes de que comiencen a asistir a él, pero sin el exceso de
énfasis que lo convertiría en un suceso de vital importancia...
incrementando las repercusiones negativas que a veces (¡no es necesario que
ocurra!) ese cambio puede provocar.

Más bien, con picardía y mano izquierda, habría que lograr que los críos lo
deseen como una fuente de satisfacciones y de intereses y nuevos logros:
conocer a futuros amigos, aprender cosas que hasta el momento no sabían,
desarrollar habilidades antes inexistentes, empezar a «ser mayores» porque
ya son capaces de valerse por sí...

Salta a la vista el error de utilizar la escuela como advertencia
correctiva, diciendo por ejemplo, «¡Me gustaría verte cuando estés en el
colegio, entonces sí que te harán portarte como debes!». No solo se haría
muy difícil que los chicos sintieran atracción hacia aquello que aún
desconocen, sino que los padres que así razonan estarían minando de raíz su
propia autoridad y ascendencia.

* No dejar de ser padres

Resulta muy conveniente conocer el colegio de nuestros hijos junto a ellos y
acompañarles en las emociones que experimentan. Asimismo es importante,
dentro de las posibilidades de cada familia, escoger bien el centro
educativo. Entre los criterios de elección, hoy más que nunca resulta vital
la existencia de un clima lo más recto (y cristiano) posible, propicio para
el desarrollo humano y espiritual de los chicos: pero sin olvidar jamás que
ni siquiera el mejor de los colegios exime a los padres de su compromiso y
actuación educativa: conocer bien a sus hijos, tratarlos, orientarlos o
re-orientarlos...

De hecho, uno de los factores que mayor daño está causando en las nuevas
generaciones es la actitud combinada de:

a) unos padres que, con más o menos conciencia y voluntariedad (y de
ordinario por dejadez presuntamente «justificada» por la falta de tiempo),
reniegan de su condición de educadores natos e insustituibles, siempre
responsables del desarrollo de sus hijos; y

b) ciertos gobiernos que se arrogan el derecho de educar como algo propio
-no delegado de los padres-, y manipulan la educación con fines de
partido... a veces en oposición neta a los ideales y convicciones de las
familias que les han encomendado a sus hijos, incluso en temas -como la
educación religiosa o de la sexualidad- de exclusiva competencia
paterno-materna.

* Mostrarse disponibles

También en esta etapa, para conocer bien al niño, además de observarlo, hay
que conversar con él, lo cual implica auténtica y no fingida
disponibilidad... aunque esto implique un recorte de nuestros caprichos, de
nuestro merecido descanso, o incluso de nuestro trabajo (no, sin embargo,
salvo en situaciones muy excepcionales, de la atención debida al otro
cónyuge... que acabaría por repercutir negativamente en el propio niño) .

No será tiempo perdido que la madre ¡y el padre! dediquen de vez en cuando
un rato por las noches a hablar con el hijo una vez acostado. A menudo,
estos momentos favorecen la confidencia. Escuchad sus preguntas, acaso
inesperadas, sin nerviosismos o deseos de superar cuanto antes el mal trago.
Intentad responder con gracia y pertinencia, aprovechando la ocasión para
reforzar el nexo afectivo que lo anime más tarde, cuando se presenten
dificultades y problemas mayores, a dirigirse a vosotros con confianza. O
simplemente cantad juntos, contaos chistes y divertios, pues el clima de
alegría y buen humor es una de las claves más determinantes en la educación
y en la buena marcha de cualquier familia.

* La tele y otros «intrusos»

Una vez en este punto, no cabe olvidar un personaje importante de la
«familia», de enorme incidencia educativa: la televisión y todos sus
«derivados o sucesores», como el ordenador, Internet, las videoconsolas...

Personajes que nos invaden, que ejercen una fuerte sugestión y tienden a
aislar al espectador, provocando incluso enfermedades psíquicas ya bien
comprobadas y, en cualquier caso, alejándolo de la realidad concreta en que
de hecho se mueve.

Multitud de estudios ponen de manifiesto los daños causados por el excesivo
protagonismo de la televisión, en especial entre los niños. Son corrientes
las quejas de los padres ante el influjo negativo que estos y otros medios,
que las modas y los usos sociales... ejercen sobre sus hijos. Sin embargo,
habría que tener en cuenta una «ley» casi física: el ambiente exterior
«entrará» en el hogar en la proporción exacta en que nosotros lo dejemos
vacío; por el contrario, si sabemos llenar nuestra vida de familia, resulta
prácticamente imposible que en ella «se cuele» nada inconveniente, por la
sencilla razón de que no quedará espacio libre...

De ahí que los padres, sabiendo aprovechar también cuanto de positivo ofrece
la nueva tecnología, deban en primer término llenar el hogar no sólo de
cariño, sino de actividades mucho más provechosas, atrayentes y educativas
que las que nos ofrecen de ordinario esos otros medios: excursiones en
común, tertulias amenas y formativas, «clubes» de papiroflexia, de juegos de
manos, de lectura o teatro, juegos entre los hermanos o con sus amigos... y
un largo etcétera, que depende de las habilidades y aficiones de cada cual.

Claro que todo ello requiere esfuerzo y dedicación por parte de los padres,
mientras que instalar a los chicos delante de la tele o la videoconsola los
deja en libertad para dedicarse a sus cosas... o para instalarse también
ellos delante de la caja boba o del ordenador.

Por eso, y porque la atracción de tales medios es muy fuerte, los padres
-además de dar ejemplo de sobriedad en su uso- han de ejercitar una cierta
disciplina y vigilancia, evitando sobre todo que los breves momentos de vida
familiar de las comidas sean sacrificados al pequeño ídolo de la televisión,
eligiendo los programas más convenientes y estableciendo un horario o alguna
otra regla práctica para la utilización de la tele y aparatos similares.

Por otro lado, a medida que los hijos crezcan, les ayudará el cultivar su
sentido crítico, su sensibilidad ética y su buen gusto, hablando juntos de
los programas, juzgándolos y seleccionándolos mediante un intercambio de
ideas que, en lugar de sustituirlo, estimule el diálogo familiar.

3. La adolescencia

* ¡Llegó el momento tan temido!

El día en que el niño más afectuoso, bueno y simpático se torne arisco,
rebelde, insolente, contradictorio e insoportable, no hay ni que asustarse
ni que preguntarle por qué actúa de ese modo, ni que llevarlo al médico.
Simplemente hay que caer en la cuenta de que ha entrado en la pubertad, edad
ciertamente crítica... «sobre todo para los padres».

Digo esto con cierta ironía, pero con total convencimiento. El hecho de que
en mi hogar haya habido hasta siete adolescente -¡seis de ellos
simultáneos!-, junto con la observación de lo que ocurre en familias amigas,
me ha conducido a advertir con claridad que, por decirlo de manera un tanto
paradójica, la adolescencia está «pensada» sobre todo para que los padres
maduremos, crezcamos como personas y, en definitiva, avancemos en el camino
de la santidad, más fiados en Dios que en nuestras propias fuerzas.

Sobre todo cuando, en buena parte como fruto de nuestro empeño, los hijos
han llevado una vida que nuestros amigos califican como «ejemplar», el ver
que al llegar a cierto tramo del camino parece que «se nos van de las manos»
y empiezan a adoptar actitudes que no son de nuestro gusto, constituye un
medio eficacísimo para «devolvernos a nuestro sitio»: sobre todo, para
descubrir de veras -y no solo en teoría- que es Dios el auténtico forjador
de su carácter y para abandonarnos en Sus manos, sabiendo que Él los quiere
mucho más y mejor que cualquiera de nosotros.

Aclarado lo cual, hay que reconocer que la adolescencia acarrea también
problemas al chico y a la chica. Pero tal vez convenga tener en cuenta que,
para ellos, está llena de fascinación, además que de malestar y molestias;
de expectativas, además que de inseguridades; de sueños, además que de
temores... En cualquier caso, cuidémonos mucho de olvidar que todos los
chicos y las chicas tienen derecho a llegar a ese periodo y «navegar y
naufragar» durante un tiempo en él... como asimismo hemos llegado -y hemos
salido- cada uno de nosotros.

* Un periodo de crecimiento

La transformación de esos años es a la vez fisiológica y espiritual. En esa
edad se cae en la cuenta de ser «persona», dotada de vida interior; se
descubre y se escruta la propia intimidad con la fascinación y el temor con
que se explora un territorio nuevo, que además nos pertenece por completo.
De aquí la extrema atención del adolescente hacia su «yo» que puede parecer
egoísmo y narcisismo.

Todo lo cual, con independencia de los inconvenientes que de ordinario lleva
aparejados, es fundamentalmente positivo. Como veremos de inmediato, el
chico o la chica están alcanzando por ver primera, en el ámbito psicológico
y ético, la estricta condición de persona... aun cuando de un modo todavía
muy imperfecto y repleto de zozobras y ambigüedades.

Vale la pena no perder de vista esta perspectiva, lo mismo que el carácter
normalmente pasajero de esta etapa, si queremos eliminar dramatizaciones que
solo conseguirán hacer más oscura y dolorosa la senda que nuestros hijos
están transitando.

* Dejando de ser niños... para comenzar a ser «otra cosa»

Por lo común, la adolescencia comienza a los once o doce años para las
chicas, y uno o dos años más tarde para los chicos, y dura de dos a cuatro
años. Aunque en la actualidad, y sobre todo en algunos lugares, tiende a
adelantar su comienzo... y a retrasar su término, hasta el punto de que se
han vuelto comunes expresiones como «eternos adolescentes», padres y
madres... o incluso abuelos que no han abandonado esa condición.

De ordinario, según apunté, se trata de una crisis de crecimiento y
emancipación: todo en el adolescente le impulsa a no seguir siendo ese niño
que hasta ahora los suyos conocían, pero tampoco desea ser un adulto según
los modelos que tiene frente a él: rechaza ser como se querría que llegara a
ser, y teme transformarse en un ideal que de hecho anhela al tiempo que
desconoce. Por eso intenta, antes que nada, «no ser».

De ahí el espíritu de contradicción, que es en el fondo la única posible
forma provisional de ser algo completamente nuevo... que no sabe bien qué
es. Por eso el adolescente puede rechazar de los adultos hasta las más
mínimas observaciones, consejos, peticiones de información sobre sus
actividades, juicios sobre su comportamiento: en todo siente la amenaza de
ser definido y él querría ser indefinible.

* ... y acabar siendo ellos mismos

Existe, sin embargo, otra razón de fondo y tremendamente positiva para ese
repudio universal. Hasta el momento, con los matices pertinentes, el chico o
la chica se han guiado por lo criterios paterno-maternos o, en todo caso,
exteriores a ellos.

Mas obsérvese bien: el único modo de que tales normas lleguen a ser propias
-cosa del todo necesaria para una existencia adulta y responsable- es
recusar por completo todo aquello que se considera ajeno e impuesto, para
construir y apropiarse su personal escala de valores.

Por lo común, si desde el nacimiento hasta el momento de la crisis la
educación del chico ha sido la adecuada, si ha habido diálogo e interés real
por parte de los padres, si se ha huido de la imposición arbitraria y
razonado los motivos de cada comportamiento... el joven acabará adoptando
como propias -en el más hondo sentido de la expresión- unas directrices
similares a las de su familia, aunque mucho más maduras.

De lo contrario, resulta difícil prever en qué puede desembocar todo el
proceso. De ahí que convenga prestar atención a dos verdades muy serias,
pero que expresaré con un toque de humor:

a) ningún hijo «nace» adolescente; tenemos al menos diez años antes de la
etapa temida para ganarnos su amistad y poner las bases de una personalidad
sana y coherente;

b) en los tiempos que corren, ningún padre debería preocuparse gravemente
por un hijo hasta que, pasada la barrera de los cuarenta, aún no hubiera
sentado cabeza.

* ¿Contradictorios e incomprensibles?

Dando un buen salto atrás, la edad fronteriza de la adolescencia suele ir
acompañada de un humor inestable y de irritabilidad: casi ningún adolescente
se encuentra a gusto, antes que nada, con la persona que le resulta más
cercana e inevitable: él mismo.

Por otro lado, las manifestaciones externas de cariño por parte de los
mayores parecen molestar al adolescente, que se siente tratado como un crío,
pero al mismo tiempo es muy susceptible respecto a cualquier falta de
atención o muestra de indiferencia: casi sin advertirlo, proyecta sobre la
actitud de los adultos el concepto empobrecido y ambiguo que tiene de sí
mismo.

En su pretensión de ser esa persona mayor que aún ignora, se defiende de la
propia sensibilidad y de la necesidad de ternura ostentando dureza y
cinismo.

Ya no es la edad de las grandes amistades, sino del grupo: parece que solo
en él, entre sus semejantes, interpretando todos el mismo papel con tácita
complicidad, se siente seguro.

* Lo que podemos hacer

a) Crecer nosotros mismos Una vez que se toma conciencia de todo esto, ¿cómo
comportarse con un adolescente para poder vivir juntos y ayudarle?

Ante todo con mucha más madurez que él. Como aplicación muy concreta de lo
que antes sostenía -que la adolescencia está pensada más que nada para los
padres-, cuando el muchacho o la muchacha cambia nosotros no podemos
quedarnos atrás: debemos cambiar con ellos, pegar un auténtico estirón, dar
un salto de calidad.

Si el adolescente ya no quiere salir con nosotros, si comienza a mostrarse
cerrado y molesto, es menester que nuestra presencia se haga más discreta y,
sobre todo, evitar cualquier reproche por no ser ya cariñoso o simpático...
«¡cómo cuando eras más pequeño!».

Habrá que estar atentos y tener detalles con él, pero sin hacerlos pesar ni
darle nunca la impresión de que se le vigila o se está mendigando su cariño.
Es normal que no venga a mostrarnos su intimidad. De nada sirve decirle que
se abra, que la madre o el padre son sus mejores amigos. Habrá que buscar
las ocasiones de diálogo y de confidencia -habitualmente muy breves,
circunstanciales y esporádicas- pero sin jamás forzarlas.

b) Y ayudarles a crecer El justo deseo de autonomía que se desarrolla en el
adolescente debe ser bien apreciado y favorecido, sin demasiado miedo,
aunque también sin confundir autonomía con ausencia de lazos.

Para él es importante sentir que goza de nuestra confianza, que se le
estima. Los padres, por otro lado, no han de presuponer en su comportamiento
una intención malévola que en realidad no existe, siendo más bien fruto del
mismo desconcierto del chico.

De ordinario, no es oportuno suprimir las causas de su inseguridad o de sus
preocupaciones, resolviéndole nosotros sus problemas. A menudo una ayuda no
necesaria significa de hecho una limitación y una humillación para quien la
recibe. El resultado sería un aumento de su ambivalente y nunca
voluntariamente manifestada sensación de insuficiencia, que le impediría
aprender por medio de su experiencia personal. Por eso, cuando se estime
oportuno proporcionarle un apoyo extra, es bueno que él busque junto con
vosotros la solución y se sienta responsable de lo decidido.

Actuando de esta forma, la adolescencia, en la que no cabe evitar
sobresaltos y turbulencias, podría muy bien transcurrir sin esos «visos
dramáticos» que a menudo la acompañan... y culminar con una maduración nada
traumática y bastante definitiva del chico o de la chica.

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