Me lo pido, me lo pido
¿Cuánto
les cuesta a los niños elegir un juguete? Los quieren todos y… ¡hay
tantos! Hay tantos para elegir que no extraña que los más pequeños se
vuelvan locos haciendo su lista de regalos, su carta a Papá Noel o a los
Reyes magos. A veces tienen un regalo favorito, ese del que se han
encaprichado, pero como vivimos en la era del “uno es poco”, se ven
obligados a completar un desiderátum que parece infinito. De hecho, los
deseos no tienen fin, se los tiene que poner la razón, esa dama fría y
distante que viene a aguarnos la fiesta.
Como es lógico, a la voluntad le cuesta menos decidirse si la razón ha hecho su trabajo, por ejemplo, reduciendo las posibilidades. Del mismo modo, a un niño le hacemos más fácil elegir lo conveniente si lo conveniente se lo ponemos a tiro, no al final de una larga lista de posibilidades, sino en una más reducida.
Seguramente que hemos comprobado que cuando a un niño pequeño se le presenta un escaparate repleto de juguetes le cuesta mucho más decidirse por uno que si le reducimos las opciones. Incluso, a veces, nos lo hemos tenido que llevar a casa sin nada y con una rabieta provocada por una parálisis de la capacidad de elección.
Algo semejante quiso demostrar la psicóloga Sheena Iyengar con su experimento de la mermelada. En una tienda de Estados Unidos se montaron dos mesas con tarros de mermelada. Una con veinticuatro tipos distintos y otra sólo con seis. ¿En qué mesa se compró más? Iyengar observó que se pararon más clientes a mirar la mesa grande, pero, mientras en ésta compraron sólo un 3% de los interesados, en la pequeña lo hicieron un 30%. La mesa cuatro veces más pequeña tuvo diez veces más clientes.
Este experimento pone de manifiesto que un plus de posibilidades no favorece la elección, sino, en todo caso, aumenta el estrés deliberativo. Por eso, para enseñar a nuestros hijos a elegir lo conveniente, comencemos favoreciendo su elección, por ejemplo, quitando de la mesa los tarros de mermelada que no hacen falta, que sólo sirven para engañar al paladar.
FUENTE ACEPRENSA
Platón
decía que el fin de la educación es enseñar a desear lo conveniente. En
este sentido los padres tenemos mucho que hacer. Debemos acotar ese
deseo impulsivo de nuestros hijos, que tiende al infinito, no para que
no deseen, sino para que aprendan a desear lo conveniente, aquello que
les haga mejores y, a la postre, más felices. Para ello tenemos que
desatar a esa dama que tenemos esposada con las cadenas del “me
apetece”, del “lo siento así” o del “no me gusta”. Porque ella, la
razón, será la única que nos aportará criterios, no para enfriar el
deseo, sino para dirigirlo.
Los niños lo necesitan más que nadie.
Son deseo antes que razón y tienen que aprender a controlar los deseos
para que no lleguen a ser controlados por ellos y, sobre todo, para que
lleguen a poder elegir libremente. En efecto, resulta muy difícil
decidirse cuando las posibilidades son casi infinitas. Sabemos que en la
elección la razón queda en cierto modo en suspenso, como si, tras haber
deliberado, esperara a oír el veredicto. Porque quien lo hace, bien o
mal aconsejada, es la voluntad.Como es lógico, a la voluntad le cuesta menos decidirse si la razón ha hecho su trabajo, por ejemplo, reduciendo las posibilidades. Del mismo modo, a un niño le hacemos más fácil elegir lo conveniente si lo conveniente se lo ponemos a tiro, no al final de una larga lista de posibilidades, sino en una más reducida.
Seguramente que hemos comprobado que cuando a un niño pequeño se le presenta un escaparate repleto de juguetes le cuesta mucho más decidirse por uno que si le reducimos las opciones. Incluso, a veces, nos lo hemos tenido que llevar a casa sin nada y con una rabieta provocada por una parálisis de la capacidad de elección.
Algo semejante quiso demostrar la psicóloga Sheena Iyengar con su experimento de la mermelada. En una tienda de Estados Unidos se montaron dos mesas con tarros de mermelada. Una con veinticuatro tipos distintos y otra sólo con seis. ¿En qué mesa se compró más? Iyengar observó que se pararon más clientes a mirar la mesa grande, pero, mientras en ésta compraron sólo un 3% de los interesados, en la pequeña lo hicieron un 30%. La mesa cuatro veces más pequeña tuvo diez veces más clientes.
Este experimento pone de manifiesto que un plus de posibilidades no favorece la elección, sino, en todo caso, aumenta el estrés deliberativo. Por eso, para enseñar a nuestros hijos a elegir lo conveniente, comencemos favoreciendo su elección, por ejemplo, quitando de la mesa los tarros de mermelada que no hacen falta, que sólo sirven para engañar al paladar.
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