miércoles, enero 16, 2008

PROGRESO Y FAMILIA

¿Qué entiende por progreso el pensamiento postmoderno? ¿Puede haber progreso en contra del matrimonio y de la familia? El filósofo alemán Robert Spaemann reflexiona sobre estos asuntos en este extracto del libro Humanidades para el siglo XXI (EUNSA)


Desde sus inicios, la civilización moderna ha estado acompañada por la sombra de la crítica de la modernidad, de la crítica de la ciencia y de la crítica de la civilización. Aunque estas dudas no han podido cambiar el curso de los acontecimientos, ciertamente han contribuido a la humanización del progreso. Con todo, sólo en las últimas décadas ha comenzado una reflexión seria acerca de la modernidad. Más seria porque, en primer lugar, no pone sistemáticamente en tela de juicio la modernidad, sino que es consciente de lo que todos le debemos. Esta reflexión posmoderna quiere incluso defender los logros de la modernidad contra su tendencia hacia la autosupresión. El pensamiento posmoderno está convencido de que los logros de la modernidad sólo se pueden salvar para el futuro si se arraigan en la naturaleza humana, y más profundamente de lo que quería y podía hacerlo la modernidad.
Hoy, el mito del progreso universal y necesario ha muerto. Se está tambaleando la fe en que este progreso sea el progreso por antonomasia, que eleve al hombre desde cualquier punto de vista, o incluso que sólo él lo convierta en verdadero hombre. Fue el movimiento ecológico el que, por primera vez, mentalizó a la gente de que muchos progresos tienen un precio y de que este precio es, a menudo, demasiado elevado. Igualmente crece la conciencia de que los medios de comunicación modernos, particularmente la televisión, se paga a menudo con una pérdida de madurez intelectual, de creatividad y de aquella forma sublime de formación en la que China, probablemente, haya alcanzado la cúspide entre todas las naciones. Esta conciencia no debe llevar a una actitud hostil hacia el progreso. Por lo menos, en Europa ya no empiezan a brillar los ojos cuando suena esta palabra.
El progreso ya no se experimenta como liberación, sino como destino. Lo que tenemos que abandonar es la idea de un progreso necesario universal, en singular. Sólo tiene sentido hablar de progreso cuando previamente indicamos en qué dirección se realiza y lo que cuesta. Precisamente por este motivo, sólo hay progresos en plural, progresos en la Medicina, progresos en la lucha contra la criminalidad, progresos en la técnica nuclear, progresos en el nivel educativo de una nación. Tenemos que preguntarnos si queremos o no este o aquel progreso; tenemos que preguntarnos cuál es en cada caso el precio de un determinado progreso, y si queremos pagarlo. Tenemos que preguntarnos con qué retroceso de índole material o espiritual pagamos este o aquel progreso. Después de la muerte del mito del progreso necesario en singular, recuperamos la libertad que había destruido aquel mito: la libertad de tomar decisiones concretas acerca de lo que queramos o no. Y esta libertad es una ganancia.

Porque la libertad es más que emancipación. Tener alternativas, pluralidad de opciones, es una condición de la libertad. Pero más importante que la pluralidad de opciones, más importante que la posibilidad de elección, es lo que nosotros elegimos al final. Más importante que un menú muy surtido es, a pesar de todo, la calidad de la comida. La posibilidad de divorcio forma parte de una sociedad libre, pero más importante que el divorcio son el matrimonio y la familia. Y, cuando los sociólogos miden el grado de libertad de una sociedad por el número de divorcios, están padeciendo una ofuscación ideológica. La tolerancia impune de la homosexualidad forma parte de una sociedad libre: la homosexualidad es un asunto particular. Pero allí donde esta relación particular se equipara con el matrimonio, evidentemente se pasa por alto el hecho de que el matrimonio y la familia son instituciones públicas. Lo son porque constituyen el espacio natural para la transmisión de la vida, para garantizar el futuro de la sociedad y el ejercicio de comportamientos sociales fundamentales.
La situación demográfica en Europa se acerca a una catástrofe. Un 40% de las mujeres con formación universitaria, en Alemania, ya no tiene hijos. Por el grave peso de esta evolución social, se empieza a poner en tela de juicio la concepción puramente emancipatoria de la libertad en casi todos los ámbitos políticos, porque tiene que haber algo equivocado en lo que amenaza la existencia misma de la sociedad.
Robert Spaemann

viernes, enero 04, 2008

FAMILIA TRADICIONAL?

Por JUAN MANUEL DE PRADA

SIEMPRE se me ha antojado entre redundante y rocambolesco que a la familia se la moteje de «tradicional». No me causaría mayor asombro si mañana entrara en un restaurante y, tras solicitar al camarero un guiso de conejo, éste me respondiese: «Perdone el señor, ¿se refiere a un conejo tradicional? Porque también podemos ofrecerle un conejo bípedo». «¿Y cómo han logrado obtener conejos bípedos? -preguntaría yo, sobresaltado ante la mención de tan portentosa quimera-. ¿Mediante manipulación genética?». «Oh, no señor -me respondería el camarero, con una sonrisita condescendiente-, son conejos criados del modo más natural: además de caminar sobre dos patas, tienen plumas en lugar de pelo y corona su cabeza una graciosa cresta». «Pero usted me está describiendo un pollo -le objetaría un tanto mosqueado al obsequioso camarero-. Y yo lo que deseo comer es conejo». «Creo que el señor no me ha entendido: existe un conejo tradicional, que hociquea y pega brinquitos; y existe un conejo bípedo, que se reproduce mediante huevos y come por el pico». «Que no, hombre, que no, que eso que usted llama conejo bípedo es un pollo de libro, un pollo de los de toda la vida, vamos», insistiría yo, entre divertido y exasperado. Ante lo cual, el camarero, herido en la víscera del orgullo y con ademán autoritario, me expulsaría del restaurante, murmurando: «Habráse visto, qué tío carca. ¡Pretender que los conejos tradicionales son los únicos que existen!».

Una impresión de desconcierto similar me golpea cuando oigo hablar de «familia tradicional», como una más de las posibles formas de familia. Uno puede entender que la gente se lo monte como le pete y pruebe las más imaginativas modalidades de combinación humana; uno puede entender incluso que, de resultas de algún trauma infantil o como consecuencia de una indigestión de pienso ideológico, llegue a aborrecer la familia. Pero que alguien que aborrece la familia desee usurpar su nombre ya requiere una explicación clínica. Yo, por ejemplo, aborrezco la gimnasia y me precio de no haber visitado en mi puñetera vida uno de esos quirófanos con olor a sobaco donde la gente mata su salud haciendo pesas y bicicleta ciclostática; pero cuando tengo que rellenar algún impreso oficial no se me ocurre poner en la casilla de la profesión «gimnasta de sofá». Tampoco pretendo concurrir en ninguna olimpiada, ni convencer a nadie de que mis confortables michelines, que tanto me abrigan en invierno, son en realidad músculos abdominales hiperdesarrollados. Digamos que acepto con plácida naturalidad que carezco de dotes gimnásticas; no entiendo por qué cierta gente que carece de dotes para fundar una familia pretende, en cambio, que la modalidad alternativa de combinación humana que escogen sea designada con el nombre que en realidad tanto detestan. Supongo que tanta terquedad obedece en el fondo a la supervivencia de un complejito; pero los complejitos, que merecen nuestra caridad, no pueden provocar el torcimiento del lenguaje. De una señora gorda podremos decir, por cortesía o sentido del humor, que está lozana, jamona o maciza; ponderar su esbeltez, en cambio, constituye un ejercicio de cinismo.

Y, salvo que juguemos al cinismo, hemos de reconocer que familia no existe más que una. Cuando decimos «familia tradicional» estamos formulando en realidad un pleonasmo, tan grotesco e hilarante como si dijéramos que después de comer nos gusta dar un «paseo pedestre». Pues «tradicional» viene del latín «traditio», que significa entrega, transmisión. No existe familia sin transmisión de vida, sin entrega de una generación a otra; y esa «traditio» se realiza mediante la unión permanente y fecunda de un hombre y una mujer que proyectan su fe en el futuro sobre una vida que los prolonga. Podemos jugar a torcer el lenguaje cuanto deseemos, podemos marear las palabras y someterlas a centrifugados y travestismos pintorescos; pero, por mucho que nos empeñemos, un pollo seguirá siendo un pollo, aunque lo envolvamos con una piel de conejo.